lunes, 6 de diciembre de 2010

3.1. ÉTICA Y CIUDADANÍA



HOBBES, Thomas 1588 – 1679
Cada ciudadano se puede comprometer a someter su voluntad a la voluntad de la mayoría, a condición de que el resto de ciudadanos hagan lo mismo.



Ciudadano-Ciudadanía
CIUDADANÍA. DIVERSIDAD Y CIVISMO

1. La actualidad y relevancia de una vieja noción
La idea de ciudadanía hunde sus raíces en la noche de los tiempos. A lo largo de la historia ha experimentado una incesante evolución. Su significado ha ido modulándose con el paso del tiempo, reflejando la cambiante relación entre los individuos y el poder, ampliándose e incorporando nuevos contornos y matices. Tal evolución conoció importantes hitos en la era de las revoluciones francesa y americana, y otros, no menores, en las décadas centrales del siglo XX.

En años recientes la idea de ciudadanía ha devenido expresión de aspiraciones e ideales que van más allá de su estricta significación. De ahí la inusitada popularidad y relevancia que ha adquirido. La explicación del prestigio y valor simbólico con los que aparece revestido el término en nuestros días debe buscarse en su virtualidad para denotar la plenitud de derechos que es propia de los ciudadanos de un Estado democrático, e incluso la posesión de las condiciones que hacen posible el disfrute de los mismos.

En la acepción con que frecuentemente se utiliza, el término ciudadanía connota la cualidad de miembro pleno de la sociedad. Y es lícito sospechar que, en no pocas ocasiones, lleva implícita la aspiración de extender el status de ciudadano pleno a todos los miembros de la sociedad. En la misma vena, pero en sentido inverso, a veces se utiliza para aludir a las carencias y limitaciones que algunos individuos y grupos padecen a ese respecto.

2. Un concepto polisémico, una idea que se expande
No obstante lo que antecede, conviene reconocer el carácter polisémico, cuando no ambiguo, del concepto ciudadanía. En efecto, su significado no siempre resulta inequívoco, ni está exento de una cierta bruma conceptual.

Y no tanto porque en ocasiones se aplique a ámbitos o espacios diversos -desde el municipal al europeo pasando por el nacional o estatal-como porque se emplea con distintas acepciones; sobre todo con dos.

La primera acepción del término ciudadanía es de naturaleza predominantemente formal y jurídica. En efecto, ciudadanía alude ante todo a los derechos y deberes que corresponden a los miembros de un Estado. Por ejemplo, la Enciclopedia Británica define la ciudadanía como "la relación entre un individuo y el Estado del que es miembro, definida por la ley de ese Estado, con los correspondientes derechos y obligaciones". La ciudadanía es, pues, el vínculo jurídico que liga a un individuo con el Estado del que es miembro y, por tanto, la condición jurídica que le habilita para participar plenamente en sus decisiones, a través del derecho de voto y de la posibilidad de ser elegido para cargos públicos.

En ésta su más básica definición, ciudadanía es prácticamente equivalente a nacionalidad. De hecho, en algunos países ambas condiciones se expresan con un mismo término: citizenship. Así, ciudadano es prácticamente sinónimo de nacional. Desde un punto de vista formal, sólo los nacionales de un estado poseen la plenitud de los derechos que éste reconoce. Los extranjeros pueden tener reconocidos los derechos civiles, e incluso los socio-económicos, pero no poseen la totalidad de los derechos políticos. Sin embargo, si el significado del concepto ciudadanía se limitase a esa definición, con ser ésta correcta, difícilmente se comprenderían su actualidad e importancia.

Como ya se ha apuntado, hay una segunda acepción del término, más moderna y cada vez más usada. Como la otra, también alude a la relación del individuo con el Estado, pero en una forma más amplia y sustantiva, no estrictamente jurídica, e incluyendo a la sociedad de la que el Estado es expresión política. En esta acepción, la ciudadanía supone y representa ante todo la plena dotación de derechos que caracteriza al ciudadano en las sociedades democráticas contemporáneas. Tal como se concibe desde las décadas centrales del siglo XX, la ciudadanía resulta de la acumulación de los derechos civiles, los derechos políticos y los derechos socio-económicos, que se extienden y cobran carta de naturaleza con la universalización de los servicios públicos y el Estado de Bienestar.

En realidad, en su acepción sustantiva, la ciudadanía no se limita a la posesión de derechos: éstos son condición necesaria pero no suficiente de aquélla. La ciudadanía implica también la posesión de las condiciones necesarias para poder hacer efectivos aquéllos, para que no resulten desvirtuados o anulados por graves situaciones de desventaja u otros hándicaps, por prácticas informales como la discriminación y el racismo, o por alguna de las circunstancias que conducen a la exclusión social.
Así concebida, la ciudadanía constituye la culminación, con los contemporáneos Estados de Bienestar, de un largo proceso histórico. Conviene repasar someramente sus principales hitos.

3. La ciudadanía, en perspectiva histórica
Histórica y después etimológicamente, la ciudadanía aludía a la relación de un individuo con su ciudad. El ciudadano era primordialmente el habitante de una ciudad, ya fuera una ciudad-estado en la Grecia clásica o una ciudad libre en la edad media y en la moderna -libre, esto es, de los órdenes intermedios y de las jurisdicciones señorial y eclesiástica, y sólo sometida, y con importantes limitaciones, al monarca-. En ambos casos, las ciudades constituían colectividades relativamente libres, y sus miembros estaban exentos de lazos de dependencia personal. A esa excepcional condición respondía el dictum medieval que sostenía
que "el aire de la ciudad hace libre".

Pero, en realidad, no todos los habitantes de la ciudad eran 'ciudadanos'. La ciudadanía estaba por lo general circunscrita a los hombres libres, que tenían derecho a participar en el debate público en tanto contribuían directamente al sostenimiento de la ciudad, ya fuera pecuniaria o militarmente. La ciudadanía no se extendía generalmente a los extranjeros o 'metecos', ni a las mujeres, ni a los sirvientes.

La noción de ciudadano, asociada a la moderna idea de 'nación', revivió y cobró nuevas dimensiones a fines de la edad moderna, especialmente con las revoluciones francesa y americana. Desde entonces, ciudadano se identifica con persona, desapareciendo, entre otras, las condiciones excluyentes asociadas con la edad, el sexo y la propiedad. La nación, titular de la soberanía, se concibe como el conjunto de los ciudadanos; en consecuencia, el poder emana de éstos y se ejerce en su nombre. De aquí deriva el corolario de los deberes y obligaciones, consustancial a la noción de ciudadano: poseedor de los derechos, protagonista del destino y por ello responsable de la cosa pública. Subyace la idea del 'contrato social'. Puede decirse que la moderna concepción de la ciudadanía supone la integración de los tres principios rectores de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad.

Las revoluciones francesa y americana, con su insistencia en los derechos del ciudadano, supusieron para la mayoría de la población el paso de la condición de súbdito a la de ciudadano. Ello no obstante, la plena expresión de la ciudadanía seguiría estando condicionada a la propiedad hasta fechas muy tardías, como lo probaban las limitaciones del derecho de sufragio en la decimonónica 'democracia censitaria'. Y para las mujeres aún tendría que esperar a la conquista del derecho de sufragio.

En el curso del tercer cuarto del siglo XX, la universalización en las sociedades democráticas más desarrolladas de los servicios públicos, la general elevación de los niveles de vida y la extensión de los derechos socio-económicos -incluidos los sindicales-, no sólo confiere un nuevo sentido a la idea de ciudadanía sino que la extiende a la gran mayoría de la población. Hito decisivo, pues, en la evolución del concepto es el desarrollo de los Estados de Bienestar: la práctica universalización de los derechos socioeconómicos, y el reconocimiento de su decisiva importancia, conducen a la incorporación de éstos al concepto mismo de ciudadanía.

El padre intelectual de esta decisiva ampliación es el sociólogo británico T. S. Marshall, que en 1950 definió la ciudadanía como el status que corresponde a quienes son miembros plenos de una comunidad. Para Marshall, la ciudadanía engloba tres familias de derechos: los civiles, claves para el ejercicio de la libertad individual; los políticos, necesarios para la plena participación en los asuntos públicos; y los socio-económicos, que permiten disfrutar del nivel de vida y la protección social. Se abre así camino la noción de que para poder ejercer plenamente los otros derechos es condición necesaria poseer unas condiciones materiales que los hagan posibles.

La ciudadanía corrige o limita el impacto de las desigualdades inevitablemente generadas por el sistema económico. Supone o asegura un cierto grado de redistribución de los bienes materiales y, por tanto, de igualdad. La idea de ciudadanía se convierte así en un ideal democrático e igualitario, en un desiderátum.
En suma, la historia de la expansión de la ciudadanía corre paralela a la de la democracia. Se extiende en dos sentidos: a) abarcando cada vez a más individuos, superando barreras de sexo, propiedad y origen, y rebajando las de edad; b) ampliando la gama o dotación de derechos que confiere. De ahí emana la moderna distinción entre 'ciudadanía sustantiva' y 'ciudadanía formal'.

En realidad, la historia contemporánea, y buena parte de la anterior, podría reescribirse desde el punto de vista de la ciudadanía, o, si se prefiere, tomando como hilo conductor la evolución del concepto de ciudadanía, siempre ligada a la idea de libertad y a la dignidad que ésta entraña. Pero el progreso práctico de la ciudadanía no es lineal ni ininterrumpido. Su evolución reciente, y la misma actualidad de la noción, está fuertemente influida por el proceso de conversión de un cierto número de sociedades en multiculturales y pluriétnicas.

4. Ciudadanía, diversidad y exclusión
En efecto, la gran actualidad de la idea de ciudadanía sería difícilmente comprensible sin el impacto de la 'nueva inmigración', la que se produce desde mediados de los años setenta del siglo XX, con sus nuevos caracteres y en un contexto distinto del de las migraciones de la era clásica. Quizás el rasgo más destacado de las migraciones internacionales en nuestros días sea la extraordinaria diversidad humana que entrañan, resultante de la mundialización acaecida en los flujos migratorios. En diametral contraste con el pasado, en nuestros días el grueso de los inmigrantes en las sociedades receptoras del metafórico Norte procede de Asia, África, América Latina y Europa del Este.

En su virtud, el paisaje social de aquéllas ha cambiado drásticamente. El espectro de nacionalidades y etnias es peculiar en cada caso, pero un considerable grado de diversidad humana es común a todas ellas. Hace sólo cincuenta años, sin embargo, el paisaje social era sensiblemente diferente en todos los lugares.

En ese corto lapso de tiempo, algunas sociedades, entre ellas las de la Unión Europea, han experimentado una de las transformaciones más profundas e influyentes ocurridas hasta la fecha: su conversión en sociedades pluriétnicas y multiculturales. Pocos cambios sociales pueden competir con éste en importancia e implicaciones. Afecta profundamente a la estructura social –a través de la creación de nuevas desigualdades o de la perpetuación de las viejas-, al mercado de trabajo, a la provisión de servicios públicos básicos y a los establecimientos que los proporcionan, a las infraestructuras sociales y al Estado de Bienestar; incrementa considerablemente el pluralismo cultural, lingüístico y religioso; afecta a la etnicidad, a los sentimientos identitarios y a la concepción de la nación -quién forma parte del nosotros y quién no-. Al hacerlo pone a prueba la solidez de algunos de los principios ilustrados sobre los que se fundaron las sociedades democráticas, como la igualdad básica entre los ciudadanos y la cohesión social. Entraña el acomodo de la heterogeneidad.

Un cierto número de sociedades se encuentran muy avanzadas en ese proceso de conversión. En otras sociedades, entre las que se cuentan las de la Europa del sur, esa transformación está aún en sus primeros estadios, aunque ya no en sus albores. Pero cabe pronosticar con seguridad que se completará en el próximo futuro, y en un tiempo relativamente breve. Un cierto número de ciudades europeas -Frankfurt, Ámsterdam, Berlín, Viena, Zürich, París, Londres y otras, con sus correspondientes áreas metropolitanas- hacen ya honor al calificativo de ciudades mundiales, con no menor derecho que Nueva York, Los Ángeles, Miami, Toronto, Vancouver o Sídney.

Una breve visita a cualquiera de las ciudades que más leguas han recorrido en ese camino permite pensar que la experiencia de la multiculturalidad no tiene por qué ser negativa. Cosa distinta es deducir de ello que el acomodo de la diversidad, por usar un término de raigambre clásica, sea fácil. No lo ha sido en las tradicionales sociedades receptoras de inmigración como Norteamérica o Australasia, donde la inmigración ha sido un mecanismo esencial en la construcción de la nación.

Y no debería sorprender que esta conversión sea particularmente difícil en Europa, donde un largo pasado emigratorio y una tradición de concepciones exclusivistas de la nacionalidad han dejado poderosos sustratos socio-psicológicos que militan en contra de la plena incorporación de los inmigrantes a la sociedad.

Pues bien, la combinación de un considerable aumento de la diversidad humana, en un cierto número de sociedades receptoras, con crecientes dificultades de integración social, en un contexto histórico menos propicio a ésta que el anterior, otorga nueva vida al concepto ciudadanía, sobre el telón de fondo de la concepción marshalliana de la misma. Paradójicamente, cuando en algunas de esas sociedades la ciudadanía sustantiva se ha extendido a la gran mayoría de los miembros nacionales de la sociedad, la inmigración, en unas condiciones distintas de las clásicas, incorpora a nuevos miembros que, por lo general, no poseen la plenitud de los derechos ni las condiciones de vida que hacen posible el disfrute y ejercicio de éstos. Algunos conseguirán aquéllos por la vía de la naturalización.

Otros, los inmigrantes que han alcanzado la condición de residentes permanentes -denominados en inglés denizens, en paralelo analógico a los citizens-, poseen los derechos civiles y la mayor parte de los socio-económicos, pero no los políticos. Más abajo en la escala de derechos, y por lo general de condiciones de vida, se sitúan los inmigrantes temporales; y más abajo aún, los 'irregulares' o 'sin papeles'.

En consecuencia la inmigración da lugar a marcadas gradaciones de la ciudadanía; y, a la inversa, crea las condiciones para que la extensión de la ciudadanía devenga una exigencia. A la ciudadanía se opone la exclusión, social y política. En las filas de la primera militan desproporcionadamente los inmigrantes; la segunda afecta sobre todo a los que tienen la condición de 'extranjeros perpetuos'.

5. Ciudadanía y civismo
La diversidad humana contiene grandes promesas -en algunos lugares ya realidades-, pero su acomodo no se está revelando fácil. Como ya se ha dicho, puede resultar en la aparición de nuevas fracturas sociales y en la reaparición de viejas, a lo largo de líneas en parte distintas de las del pasado. De ahí el ideal de 'ciudadanía para todos'. Ese ideal exige, desde luego, la extensión de los derechos de ciudadanía, y ello depende en gran medida de los poderes públicos.

Pero no basta con los derechos para eliminar o reducir sustantivamente las desigualdades de condición. Frecuentemente, las desventajas de origen, unidas a prácticas informales como la discriminación y el racismo, resultan más fuertes que los derechos. En consecuencia, el principio de ciudadanía exige la superación de desventajas de partida -y ello implica tratar desigualmente a los que son desiguales, siguiendo la concepción de la justicia propuesta por el recientemente fallecido John Rawls-; y combatir la discriminación.

En ambas empresas, los poderes públicos tienen especial responsabilidad y agencia; en el segundo, el establecimiento de instituciones especializadas, ad hoc, se ha revelado conveniente. Pero, de nuevo, la actuación de los poderes públicos es necesaria pero no suficiente. El acomodo de la diversidad, con la consiguiente eliminación de la discriminación y la neutralización del racismo y la xenofobia, dependen decisivamente de los ciudadanos, de sus orientaciones y comportamientos: de la cultura cívica o ciudadana de la sociedad. Esta, a su vez, debe encontrar sus más sólidos basamentos en la escuela, pero debe permear la vida entera de la sociedad.

Por otra parte, los benéficos resultados de una cultura cívica plenamente democrática no se limitan al acomodo de la diversidad, con ser ésta un logro cuya importancia es imposible de sobreestimar. De la cultura cívica dependen en buena medida la calidad moral de la sociedad y la calidad de la democracia.

En efecto, para la calidad de la democracia no basta con el funcionamiento regular de las instituciones democráticas. Este asegura la estabilidad del sistema democrático. Pero la calidad de la convivencia y la de la democracia exigen además la eliminación de lacras tales como los malos tratos a las mujeres o la violencia de género y la reducción de otras como el fraude fiscal, el fraude al seguro de desempleo, la explotación de los inmigrantes, las agresiones al medio ambiente o a la salud pública, las altas dosis de polución acústica, la ocupación política de espacios sociales y los malos modales, por mencionar sólo algunas.

Para superar estos déficits es preciso, en primer lugar, que sean colectivamente vistos como tales, que se conviertan en preocupaciones públicas; y que se comprenda que no son maldiciones bíblicas ni taras inevitables de la condición humana, sino consecuencias y manifestaciones de una cultura cívica insuficientemente desarrollada. Para la superación de estos déficits, las orientaciones y comportamientos de los ciudadanos importan tanto o más que la acción de los poderes públicos. De hecho, es difícilmente pensable que ésta pueda tener éxito en ausencia de aquéllas. Las instituciones por sí solas no pueden obtener resultados óptimos en ausencia de ese caudal de actitudes y valores sociales constituido por la cultura cívica. La cultura cívica propia de una sociedad democrática avanzada tiene su pilar central en un elevado grado de civismo. La calidad de la convivencia depende ante todo de éste.

Curiosamente, los diccionarios definen el civismo en dos sentidos distintos, aunque más conexos de lo que parece: como respeto por las instituciones y celo por su defensa; y como cortesía y generosidad al servicio de los demás ciudadanos. La calidad de buen ciudadano es equivalente a la calidad de cortés y educado, en los sentidos más amplios de estos términos.

El civismo reposa sobre valores tales como la responsabilidad, el respeto mutuo, la confianza, el sentido de lo público y del bien común, un cierto sentido de obligación hacia la colectividad y un conjunto de preocupaciones y metas que superen los límites del interés puramente particular, además de la justicia, la ecuanimidad, la prudencia y la solidaridad; o, más bien, sobre su adopción activa o incluso militante. Y reposa también sobre la comprensión y convicción de que el bien colectivo repercute poderosamente sobre el individual o particular, y de que es inteligente, incluso en términos egoístas, procurar el respeto y el bien de los otros; y, a la inversa, de que el beneficio individual logrado por medio de comportamientos abusivos o irrespetuosos deteriora la salud de la colectividad y de ello terminan por derivar perjuicios para todos.

El civismo supone tener en cuenta a los demás y situarse en su lugar. Entraña un conjunto de "restricciones voluntarias" en beneficio de la colectividad, de la que se espera reciprocidad. Supone estándares morales colectivos elevados; y éstos deparan una mejor convivencia y, consiguientemente, una vida mejor para todos. Antaño, entre las obligaciones del ciudadano primaban la lealtad y el servicio militar. Hoy el segundo ha sido generalmente sustituido por los deberes del civismo.

6. La ciudadanía, en perspectiva de futuroPuede decirse que el concepto de ciudadanía muestra en nuestros días una considerable 'vis expansiva', tendiendo constantemente a ampliar su sentido, contenido y alcance. Ha pasado de tener una connotación 'excluyente' a poseer una 'incluyente'. La idea de ciudadanía se hace cada vez más 'social', y por ello menos estrictamente jurídica y política.

En nuestros días empieza a alumbrar la posibilidad de que la ley estatal no sea la única fuente de ciudadanía, y de que ésta no dependa de la nacionalidad. El progreso de la conciencia colectiva, el propio desarrollo de la democracia, cada vez van a exigir más que la dotación y posesión de derechos no dependa de la nacionalidad, sino que baste la simple pertenencia a la especie humana, desbordando la secular hegemonía del Estado-nación.

Desarrollo fundamental en esa dirección es la creciente disociación entre ciudadanía y nacionalidad: en el futuro ésta puede dejar de ser la condición de aquélla. La extensión del derecho de voto a los nacionales de otros estados-miembro, de momento en el ámbito local, va en esa dirección; como pudiera ir en el futuro la emergente noción de "ciudadanía europea", cuando deje de estar condicionada a la posesión de la nacionalidad de uno de los estados que conforman la Unión Europea. Por lo que a los inmigrantes se refiere, la naturalización, o adquisición de la nacionalidad no puede ser la avenida preferente para alcanzar la ciudadanía.

Sin duda es una vía importante, porque es condición para la participación -ingrediente importante, a su vez, de la idea de ciudadanía-, en cuya ausencia ésta queda demediada. Pero no es condición suficiente, por cuando su virtualidad puede estar socavada por situaciones de grave desventaja. Hay, además, una creciente imposibilidad moral y política para exigir a los inmigrantes que soliciten la nacionalidad para adquirir la plenitud de los derechos, de condicionar la ciudadanía a la nacionalidad; y, por otro lado, las dificultades para el acceso a la nacionalidad en bastantes países, en particular los europeos, condena a la mayoría de los inmigrantes a la condición de 'extranjeros perpetuos'.

La posesión de la nacionalidad va a ser cada vez menos la condición necesaria para la ciudadanía. De hecho, empieza a emerger la noción de "pertenencia (o ciudadanía) post-nacional", que apunta a una fuente distinta de la soberanía nacional para el reconocimiento de derechos. Si esos atisbos se consolidan, tal vez entonces sea posible, como ha propuesto Marco Martiniello, construir "un universalismo no asimilacionista, una ciudadanía
multicultural y una ciudadanía múltiple en la Unión Europea".


Como actividad complementaria al contenido temático ya visto, analiza la selección de páginas del libro:
Martínez Huerta Miguel. Ética con los clásicos. Ed. Plaza y Valdés. México, 2007, pp. 14-16, 42-45, 79-82.

Y también lo puedes encontrar en el siguiente hipervínculo:
http://books.google.com.mx/books/about/%C3%89tica_con_Los_Cl%C3%A1sicos.html?id=MB-4PJWsk_8C&redir_esc=y

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